Desde niño cuando veía a mi madre María conversar con las plantas mientras las regaba en la hacienda Bocanegra, en Lima, he creído que estos seres verdes eran casi como mis hermanos. Se marchitaban cuando nos íbamos de viaje, reverdecían y florecían cuando mi padre escuchaba en tocadisco la Sonora Matancera, el mambo de Pérez Prado, los Panchos y el twist de Chubby Checker. Eran los inolvidables años 60’. Y todos contentos, incluidos los geranios, las rosas y los claveles.
Hoy
converso, alimento, baño y mimo a mis pequeños cactus enanos, y soy
inmensamente feliz cuando el patriarca de todos ellos, apenas de diez
centímetros de altura (regalo de mi amigo Constantino, excompañero laboral,
fallecido de coronavirus) tiene nuevas crías. Desde el 2019, poco tiempo antes
de la pandemia, a la fecha mi cactus tiene
15 hijos y dos nietos. El más alto mide casi 30 centímetros. Solo uno, el más
pequeño, redondo y del tamaño de un botón de bebé, no es su hijo. Los siento
como mi familia. Me apené mucho cuando uno de ellos ―por razones que ignoro― se
secó y murió pese a que le endilgué cuidado y amor, como a todos los demás.
La
neurobiología vegetal, apoyándose en numerosas ciencias como la ecología, la
sociología y la filosofía, sospecha que las plantas poseen inteligencia y
sentimientos. Esta tesis es apoyada por Germán Tortosa, doctor en Química por
la Universidad de Murcia, España, quien sostiene que “la planta es consciente de su ambiente y se adapta al mismo[1].
Pero
no es una inteligencia común o como la que conocemos de los animales y los
humanos, sino una especial sin neuronas, con sensibilidad, procesamiento de
información, aprendizaje, etc. No la podemos ver desde nuestra perspectiva
antropocéntrica, según observa Paco Calvo, director del Laboratorio de
Inteligencia Mínima (MINT lab), de
la Universidad de Murcia. Experimentos con judías han confirmado este acerto.
Una de ellas logró desplazarse unos 30 centímetros desde su maceta hasta
alcanzar un soporte de madera para enroscarse y seguir desarrollándose y crecer.
En
el artículo ‘¿Son las plantas inteligentes y conscientes de sí mismas?’,
publicado hace unos años en la revista ABC Ciencia[2], Stefano Mancuso, profesor
de la Universidad de Florencia (Italia), sostiene que las plantas “aunque carecen de sistema nervioso, tienen
nervios, sinapsis e incluso el equivalente a un cerebro localizado en algún
lugar entre las raíces, que les permite poseer ‘una inteligencia comparable a
la de los animales’. Son capaces de resolver problemas, aprender y cuidar sus
hijos”, sostiene.
E
incluso tienen la capacidad de defenderse ante alguna amenaza. En 1973, Peter
Tompkins y Christopher Bird, publicaron el apasionante libro ‘La vida secreta
de las plantas‘[3],
que recopila experimentos que demostrarían no solo la inteligencia de los vegetales,
sino la capacidad de predecir fenómenos climáticos y sentido del futuro. En
esta interesante obra se relata que en 1966, al agente de la Central
Intelligence Agency (CIA), de EE.UU., Cleve Backster, se le ocurrió conectar al
polígrafo detector de mentiras una planta dracena que adornaba su despacho. Primero
roció agua a sus raíces y las agujas apenas se movieron, igual fue cuando
introdujo una hoja en su café caliente; pero al pensar en quemarla con un fósforo, el polígrafo marcó una
prolongada línea ascendente. La dracena inexplicablemente había leído su
pensamiento y su idea amenazante, reaccionando con impulsos eléctricos. Ergo,
tenía la capacidad de detectar pensamientos positivos o negativos relacionados
a ella, que incluso podía motivarla a defenderse. Al respecto, les contaré una
cercana experiencia familiar del suscrito, sucedida antes del inicio de la
pandemia del Covid – 19.
En
Florida (EE.UU.) viven desde hace unos años la pareja de esposos Luis y Ann,
con mi nieto Luis Matías, y su abuelita Charo. En una visita a Perú, Luis me
contó una increíble y sorprendente experiencia. Un día se animó a ornamentar la
entrada de su casa sembrando semillas de flores silvestres, como Daisys, Dahlias,
Asters y otras. Al poco tiempo brotaron coloridos capullos. Era tanto el tiempo
de cuidado que les brindaba, que llamaron la atención y el reclamo de su
esposa. Mas, el no le hizo caso y continuó con su trabajo de jardinería casera,
porque en realidad había embellecido su hogar.
Pero
poco tiempo después, Ann al verlo tan ensimismado con las plantas, descuidando
otras tareas hogareñas, le increpó y criticó su actitud. Pocos días después, su
esposa sintió cierto malestar en el cuerpo, como una leve alergia. Luis no le
brindó la atención debida, y siguió atendiendo las plantas, motivo suficiente
para que su esposa le conminara a eliminar las coloridas flores y se preocupara
más por la salud de ella. Pero su marido nuevamente hizo oídos sordos a sus
palabras.
La
alergia continuó y empeoró su salud. El médico no acertaba con el origen de la
enfermedad. Probaron cambiando jabón y detergente de otras marcas, pensando que
ello sería la causa, pero nada. Ann intuyó que era el polen de las flores y
Luis, con el dolor de su corazón, tuvo que eliminarlas. Y, finalmente, su
esposa sanó.
Al
parecer, las flores habían sentido el rechazo de Ann y “escuchado” la orden que
las eliminaran. Se defendieron expulsando alguna sustancia que solo le afectaba
a ella, más no a su familia. En la obra
‘Tesis, Antítesis y Fotosíntesis’[4], Michael Pollan sostiene
que las plantas “incapaces de huir,
despliegan un complejo vocabulario molecular para dar la voz de alarma,
disuadir o envenenar a sus enemigos”. Quizás, este fue uno de esos casos.
En
‘La vida secreta de las plantas’, se menciona que el doctor en ciencias
sociológicas, el ruso V. N. Pushkin en 1973, en la revista Znaniya Sila (Conocimiento es poder), en el artículo ‘Nueva llamada de las flores’,
sostiene que existe una extraña y misteriosa conexión entre las células
vegetales y el sistema nervioso humano, lenguaje que permitiría a las plantas
sentir las emociones y pensamiento de los humanos incluso a largas distancias.
Y
creo que su tesis no es errada, porque hace unos meses tuve una experiencia
sorprendente y, no por ello emotiva con mis pequeños cactus, que se hallan al
pie de una ventana de la cocina. Regresaba del hospital, luego de cuatro días
internado, y mi hija Colette me dice: “Papá,
tus cactus están tristes por tu ausencia y mira, se han doblado”.
Efectivamente, habían dejado de estar erguidos, como firmes soldados verdes de
diferentes estaturas. Hoy, con mi compañía y mis cuidados, nuevamente son un
batallón de fieles compañeros que purifican el aire, alegran y remiten a la paz
y contrarrestan la energía negativa. No por nada cactus significa ‘guardián del
hogar’. ¡Ah!, y afirman que llaman al éxito. Espero que así sea.
[3] http://cc-catalogo.org/site/pdf/la-vida-secreta-de-las-plantas-tompkins-bird-pdf-ilovepdf-compressed-1.pdf
Por: Luis Luján Cárdenas, sociólogo y periodista
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